Por Elena Almirall Arnal | En 1953, en una película de ensueño, Walt Disney nos mostró como Peter Pan llevaba a Wendy, John y Michael hacia el país de Nunca Jamás, cruzando el cielo y girando en la segunda estrella a la derecha.
Unos años después, en 1964, Frank Sinatra pidió que lo transportaran hasta la luna y le dejaran jugar con los astros. También David Bowie, en 1969, envió al mayor Tom al espacio para que nos contara cómo flotaba dentro de su nave y lo diferentes que se veían desde allí las estrellas.
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Sin embargo, la observación del firmamento ha fascinado a los seres humanos desde mucho tiempo antes, pues ya las civilizaciones antiguas intentaron explicar el origen del universo a partir de las luchas o de los amores de los diferentes planetas y estrellas, que ellos habían transformado en divinidades.
Además, las primeras sociedades agricultoras comprendieron muy pronto que el crecimiento de las plantas y el desarrollo de las cosechas eran procesos vinculados al movimiento de los astros, a los cambios de estación y a otros fenómenos naturales similares.
Sabemos que, ya en el tercer milenio A.d.C, los chinos describieron las constelaciones e hicieron un calendario solar; más tarde encontramos también apuntes e inscripciones sobre astronomía entre babilonios, mayas, indios, griegos, etc., pasando después al mundo islámico y a la Europa medieval y recibiendo un impulso más tarde, en el Renacimiento, con personajes como Copérnico, Brahe o Galileo.
«Con este afán de tratar de entender mejor tanto la vida como a sí mismo, muy pronto, junto a la astronomía, el ser humano desarrolló también la astrología»
Con este afán de tratar de entender mejor tanto la vida como a sí mismo, muy pronto, junto a la astronomía, el ser humano desarrolló también la astrología, que estudiaba la posición y los movimientos de los astros para descubrir cómo todo ello influía en su existencia y en los acontecimientos que debía enfrentar.
Relacionado con este fascinante tema, en el año 1999 tuvo lugar un interesante descubrimiento que, aún hoy en día, está dando de qué hablar a la comunidad científica, pues no consiguen ponerse de acuerdo sobre su simbolismo (ni sobre su utilización, ni sobre su datación…).
Se trata del famoso Disco celeste de Nebra, un curioso objeto encontrado en esta localidad alemana y que, con una antigüedad de unos 3.600 años (ha sido datado en la Edad del Bronce o del Hierro), se considera el mapa más antiguo conocido de la bóveda celeste.
El controvertido disco, que tiene un diámetro de 32 cm (aproximadamente el tamaño de un vinilo) y pesa unos 2 kg, está realizado en bronce, con una pátina verde azulada, y fue adornado con diferentes símbolos, grabados en láminas de oro, que se han interpretado como una representación del firmamento y como un calendario lunisolar.
“Las civilizaciones antiguas intentaron explicar el origen del universo a partir de las luchas o de los amores de los diferentes planetas y estrellas, que ellos habían transformado en divinidades”
Aunque parece claro que las dos figuras principales simbolizarían al sol y a la luna, hay quien cree que, en realidad, son la luna creciente y la luna llena o incluso la luna y el planeta Venus. Además, estos astros están rodeados de estrellas, entre las que destaca un grupo de siete que casi todos los científicos coinciden en pensar que serían las Pléyades, las siete estrellas hermanas que alumbran el cielo nocturno durante el invierno.
Dada la importancia que tenía la agricultura para las sociedades de la Edad del Bronce, era vital para ellas conocer los momentos adecuados de plantar y recoger las cosechas y, por ello, algunos investigadores han apuntado la posibilidad de que el disco fuera una herramienta de cálculo astronómico que determinaría los tiempos de siembra y recolección, pues podría ser que ya entonces supieran que la constelación de las Pléyades aparecía en el cielo en otoño, indicando que era el momento de empezar a recoger la cosecha, y desaparecía en primavera, señalando la época de plantar los cultivos.
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Además, parece que los arcos grabados a los lados representaban la salida y la puesta del sol, así como los solsticios (y esto tendría una evidente conexión con la ubicación de los grandes monumentos megalíticos, cuyo ejemplo más famoso es Stonehenge).
Para apoyar esta teoría, algunos científicos han relacionado el disco con un anillo de sello de oro micénico, que data del siglo XV a.C., en el que aparecen un sol y una luna similares a los de Nebra. Bajo los cuerpos celestes, hay una figura femenina sentada que sostiene tres amapolas en la mano y ha sido identificada como una diosa de la naturaleza y de la fertilidad, vinculando de nuevo a los astros con la agricultura.
Por otro lado, en lo que casi todos los expertos coinciden es en pensar que el arco inferior sería una barca solar, con lo que el disco tendría relación con las creencias del antiguo Egipto, según las cuales Ra –el dios del sol y una de las divinidades más importantes su mitología– realizaba en barca su viaje de 24 horas por el cielo.
De hecho, el sol es uno de los dioses principales de casi todas las cosmogonías de la antigüedad y era habitual explicar su recorrido por el firmamento como una travesía que la deidad hacía montada en su vehículo que, como acabamos de mencionar, podía ser una barca pero también un carro (véase el carro de Helios en la mitología griega o el de Suria en el hinduismo, entre otros).
Así se ha interpretado el Carro solar de Trundholm, un objeto que, encontrado en Dinamarca y datado también en la Edad del Bronce (1500-1300 a.C.), se cree sería una representación del sol siendo arrastrado por un caballo, y cuya decoración podría estar codificando numéricamente un calendario lunisolar.
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Decía el poeta Antonio Porchia que “Si no levantas los ojos, creerás que eres el punto más alto”. Mirar al cielo nos hace conscientes de nuestro auténtico tamaño, nos coloca en nuestro lugar, nos vuelve humildes, nos explica tantas cosas.
El famoso texto hermético Kybalión nos recuerda que “como es arriba, es abajo” y lo interesante es que el ser humano lo sabe -o, al menos, lo intuye- ya desde la Prehistoria.
Elena Almirall Arnal es doctora en Historia por la Universidad de Barcelona (UB), además de Gemóloga (UB) y Tasadora por AETA.